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concebimos la esperanza de llegar pronto a las Canarias. A la luz de la linterna, el capitán, con la brújula,
estudiaba el plano.
Después de recibir encima del cuerpo chubascos y más chubascos que nos empaparon hasta los hue-
sos, dimos vista a Lanzarote. Se revelaba la isla como un nubarrón sobre el mar. Nos acercamos llenos de
esperanzas, cuando un demonio de cuttervelero nos dio el alto disparándonos un cañonazo. Era imposible
resistir. El capitán mandó atar un pañuelo blanco en un remo, en señal de que nos rendíamos.
No sabíamos si este cutter estaba avisado por el otro buque que nos había dado caza anteriormente,
pero pronto no nos cupo duda al ver al crucero grande acercarse a nosotros.
La serenidad del capitán no se desmintió en aquel instante. A medida que avanzábamos hacia los dos
barcos ingleses, fue diciéndonos lo que nos convenía declarar y lo que teníamos que ocultar en beneficio
común. Además, nos explicó lo que cada uno podía alegar en su propia defensa.
El negocio de los chinos lo hacían únicamente el capitán Zaldumbide, el médico y el portugués Silva
Coelho; a éstos los habían matado los chinos por haberles engañado. Respecto a la trata, nadie sabía
nada. Si el barco se había dedicado a este negocio, era antes de que entráramos en él.
El capitán se mostró tal como era, sereno y tranquilo. Llegamos al buque inglés; nos fueron interrogan-
do a todos, y todos contamos, poco más o menos, la misma historia, con los mismos detalles, haciendo lo
posible para evitar nuestra responsabilidad.
Yo me permití abogar por el capitán y decir que era un hombre caído en desgracia, pero honrado y justo
como pocos.
La serenidad le salvó al capitán, y quizá también nuestros informes. El inglés, que es muy perro, no
necesita muchos expedientes paca ahorcar a un capitán sospechoso de piratería. No en balde han piratea-
do ellos durante cientos de años.
Tristán, el de la cicatriz, se manifestó rebelde y lo castigaron varias veces. Los demás, los marineros,
fuimos tratados con poca severidad, obligados únicamente a hacer las faenas penosas.
Llegamos a Plymouth; estábamos ayudando a la maniobra de El Argonauta, así se llamaba el navío
inglés en que íbamos prisioneros, cuando pasó un barco francés a poca distancia. Al verlo me eché al agua
sin que nadie lo notara y pude agarrarme al ancla.
Llegué a Dunkerque y me embarqué en una goleta de ciento cincuenta toneladas, para ir a Islandia a la
pesca del bacalao. Estuve una temporada en las islas de Loffoden y vine por casualidad a Burdeos a com-
poner las velas, y aquí me quedé; puse una cordelería, me casé y mi comercio fue prosperando.
De la suerte de los demás ya no supe nada. Yo había tomado el camino derecho, y desde entonces me
empezó a salir todo bien. Ésta ha sido mi historia .
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Dejó de. hablar el viejo y se. me quedó mirando con. sus. ojos. grises.
-¿Quién cree usted que sería el verdadero Ugarte de los dos? -le pregunté yo-. ¿El de la cicatriz o el
otro?
-El de la cicatriz, seguramente. El otro, sin duda, no quiso dar su nombre.
Me despedí de Itchaso y me fui a mi barco.
No me cabía ninguna duda de que mi tío Aguirre había navegado en El Dragón. Lo que no comprendía
era por qué Ugarte le había cedido su nombre.
Para cerciorarme de la verdad de lo dicho por el viejo de Burdeos, encargué al abogado de la compañía
por cuenta de la cual yo navegaba que se enterase en Londres de si entre las presas hechas hacía unos
treinta años aparecía la de la ballenera de El Dragón.
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
No tardaron en encontrar lo que yo pedía, y, efectivamente, me enviaron una relación de cómo se había
apresado la ballenera de este brik-barca sospechoso de piratería, a la altura de las Canarias, y una lista de
la tripulación, en la cual se encontraban los nombres de Juan de Aguirre y Tristán de Ugarte.
Que había una relación estrecha entre estas dos personas era, indudable. Pero, ¿cuál? No podía com-
prenderlo.
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Libro quinto
Juan Machín, el minero
109
Mala noticia
Capítulo I
Todas las preocupaciones que me servían para olvidarme un poco de mis inquietudes amorosas fueron
pronto desechadas al recibir una carta de Genoveva, la hija de Urbistondo.
Genoveva me decía que Juan Machín, el poderoso minero de Lúzaro, galanteaba a Mary. Ella no le
hacía por ahora el menor caso, pero él la perseguía y la asediaba cada vez con más ahínco.
El barrio entero de pescadores se hallaba preocupado con tal persecución.
Al recibir aquella carta me dispuse a ir a Lúzaro; antes pensaba en esperar a reunir algún dinero para
casarme; ya no vacilé, decidí casarme en seguida. Si Mary quería, por supuesto. Pasaría unos días en
Lúzaro, pondríamos la casa en Burdeos y me iría a navegar.
Firme en mi decisión, escribí a la compañía, pregunté en el puerto si algún barco zarpaba hacia la costa
de España y me metí en un vapor que iba a Bayona.
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