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propio lo mismo que en mi amor, y necesariamente tenía que pagar lo que yo había sufrido.
No podía quedarme indiferente ante lo que hacía aquella mujer; por consiguiente lo que más daño le
haría sería mi indiferencia; había, pues, que fingir tal sentimiento no sólo a sus ojos, sino a los ojos de los
demás.
Intenté poner cara sonriente y me dirigí a casa de Prudence.
La doncella fue a anunciarme y me hizo esperar unos instantes en el salón.
Al fin apareció la señora Duvernoy y me introdujo en su gabinete; en el momento en que me sentaba oí
abrir la puerta del salón, y un paso ligero hizo crujir el parquet; luego alguien cerró violentamente la puerta
del rellano.
¿La molesto? pregunté a Prudence.
En absoluto. Estaba aquí Marguerite. Cuando ha oído anunciarlo a usted, ha huido: era ella la que
acaba de salir.
¿Es que ahora le doy miedo?
No, pero teme que le resulte a usted desagradable volver a verla.
¿Y por qué? dije, haciendo un esfuerzo por respirar libre mente, pues la emoción me ahogaba . La
pobre chica me ha dejado para recobrar su coche, sus muebles y sus diamantes: ha hecho bien, y no tengo
por qué guardarle rencor. Me he encontrado hoy con ella continué con negligencia.
¿Dónde? dijo Prudence, que no dejaba de mirarme y parecía preguntarse si aquel hombre era
realmente el que ella había conocido tan enamorado. .
En los Campos Elíseos. Estaba con otra mujer muy bonita. ¿Quién es esa mujer?
¿Cómo es?
Rubia, delgada, con tirabuzones; ojos azules y muy elegante.
¡Ah, es Olympe! Una chica muy bonita, efectivamente.
¿Con quién vive?
Con nadie, con todo el mundo.
¿Y dónde vive?
En la cane Tronchet, n °... Ah, ¿pero quiere usted hacerle la corte?
Quién sabe lo que puede pasar.
¿Y Marguerité?
Decide que ya no pienso en ella en absoluto sería mentir; pero soy de esos hombres para quienes
cuenta mucho la forma de romper. Y Marguerite me ha despeáido de una forma tan ligera, , que me parece
que he sido un grande majadero por haber estado tan enamorado como lo estuve, pues la verdad es que he
estado muy enamorado de esa chica.
Imagínese en qué tono intenté decir aquellas cosas: el agua me corría por la frente.
Mire, ella lo quería de verdad y aún lo sigue queriendo: la prueba es que, después de
haberseencontrado hoy con usted, ha venido a contármelo en seguida. Al Ilegar, estaba temblando de arriba
abajo, casi hasta encontrarse mal.
Bueno, ¿y qué le ha dicho? '
Me ha dicho: «Sin duda vendrá a verla», y me ha rogado que implore su perdón.
Está perdonada, puede decírselo. Es una buena chica, pero es una chica... cualquiera; y lo que me ha
hecho debía esperármelo. Hasta le agradezco su resolución, pues hoy 'me pregunto adónde nos hubiera
llevado mi idea de vivir siempre con ella. Era una locura.
Estará muy contenta de saber que se ha resignado usted ante la necesidad en que ella se encontraba. Ya
era hora de que lo dejara a usted, querido. Ese granuja del negociante a quien le propuso vender su
mobiliario fue a ver a sus acreedores para preguntarles cuánto les debía ella; éstos tuvieron miedo, y ya
iban a subastarlo todo dentro de dos días.
¿Y ahora está pagado?
Más o menos.
¿Y quién ha provisto de fondos?
El conde de N... ¡Ah, querido! Hay para esto hombres hechos que ni de encargo. En una palabra, ha
dado veinte mil francos; pero ha conseguido sus fines. Sabe perfectamente que Marguerite no está
enamorada de él, lo que no le impide ser muy amable con ella. Ya ha visto usted: ha recuperado sus
caballos, le ha desempeñado las joyas y le da tanto dinero como le daba el duque; si ella quiere vivir
tranquilamente, ese hombre seguirá con ella mucho tiempo.
¿Y qué hace ella? ¿Vive todo el tiempo en París?
No ha querido volver a Bougival después de que se marchó usted. He sido yo quien ha ido a buscar
todas sus cosas a incluso las de usted, con las que he hecho un paquete que puede usted mandar a recoger
aquí. Está todo, excepto una carterita con sus iniciales. Marguerite quiso conservarla y la time en su casa.
Si le interesa, se la pediré.
Que se quede con ella balbucí, pues sentía que las lágrimas se me agolpaban del corazón a los ojos
al recuerdo de aquel pueblecito donde yo había sido tan feliz, y a la idea de que Marguerite tenía interés en
quedarse con una coca mía que la haría recordarme.
Si hubiera entrado en aquel momento, mis resoluciones de venganza habdan desaparecido y habría caído
a sus pies.
Por lo demás prosiguió Prudence , nunca la he visto como ahora: casi no duerme, recorre los
bailes, cena, hasta se achispa. Ultimamente, después de una cena, ha estado ocho días en la cama; y, en
cuanto el médico la ha permitido levantarse, ha vuelto a empezar aun a riesgo de morir. ¿Va a ir a verla?
¿Para qué? He venido a verla a usted, porque usted ha estado siempre encantadora conmigo y la
conocía antes de conocer a Marguerite. A usted le debo haber sido su amante, como le debo a usted no
serlo ya, ¿no es así?
Yo he hecho todo lo que he podido para que ella lo dejase, ¡qué caramba!, y creo que más tarde no me
guardará usted rencor por ello.
Le estoy doblemente agradecido , añadí, levantándome pues empezaba a asquearme de esa mujer, al
ver cómo se tomab en serio todo lo que le decía.
¿Se va usted?
Sí.
Ya sabía bastante.
¿Cuándo volveremos a verlo?
Pronto. Adiós.
Adiós.
Prudence me condujo hasta la puerta, y volví a mi casa con lágrimas de i'abia en los ojos y un deseo de
venganza en el corazón.
Así que, decididamente, Marguerite era una chica más; así que aquel amor profundo que sentía por mí no
había podido luchar contra el deseo de reemprender su vida pasada y contra la necesidad de tener un coche
y organizar orgías.
Eso es lo que me decía yo en medio de mis insomnios, mientra que, si hubiera reflexionado tan fríamente
como aparentaba habría visto en aquella nueva existencia ruidosa de Marguerite lá' esperanza que tenía de
poder acallar un pensamiento continuo, un recuerdo incesante.
Por desgracia, la mala pasión me dominaba, y sólo es taba buscando un medio de torturar a aquella pobre
criatura.
¡Oh, y qué pequeño y qué vil es el hombre cuando le hieren en alguna de sus mezquinas pasiones!
Aquella Olympe con quien yo la había visto era, si no amiga de, Marguerite, por lo menos la que más
frecuentemente salía con eila desde que volvió a París. Iba a dar un bade y, suponiendo que Marguerite
asistiría, busqué el modo de hacerme con una invitación y la conseguí.
Cuando, lleno de mis dolorosas emociones, llegué al bade, estaba ya muy animado. Bailaban, gütaban
incluso, y, en una de las contradanzas, descubrí a Marguerite bailando con el conde de N..., el coal parecía
muy orgulloso de exhibirla y parecía decir a todo el mundo:
¡Esta mujer es mía!
Fui a apoyarme en la chimenea, justo frente a Marguerite, y miraba cómo bailaba. Apenas me descubrió,
se turbó. La vi y la saludé distraídamente con la mano y con los ojos.
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