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vamente, para permitir que los pulmones de Simon desalojaran el
agua que había tragado.
-¿Qué brujería es ésa? -inquirió el atónito monarca inglés.
-Es un ardid muy útil que me enseñó Simon, majestad. Él me
salvó la vida cuando estuve a punto de ahogarme en el río Sena.
-Es un ardid que vale la pena conocerlo, servidor Belami. Tenéis
que enseñárselo a mi tripulación -dijo Corazón de León.
-Con todo gusto, majestad -sonrió el veterano, mientras Simon
vomitaba las últimas gotas del agua del Mediterráneo.
Pálido por el esfuerzo y temblando de frío, a pesar de la tibieza del
mar, en seguida envolvieron a Simon con la capa del patrón de la nave.
El rey Ricardo se inclinó sobre él, al tiempo que le cogía las manos.
-Esa fue la hazaña más impresionante que haya visto nunca, mi
joven templario. ¡No la olvidaré jamás! -dijo.
El gigante inglés decía lo que sentía. Ricardo Corazón de León
no era un jactancioso, y nunca olvidaba un favor ni dejaba de recom-
pensar una valerosa gesta.
Pierre guiñó el ojo a Belami, que en seguida asintió con la cabe-
za con expresión de haber comprendido.
Pudieron haber perdido a Simon, pero ambos tenían la sensa-
ción de que su esfuerzo supremo para trabar el timón de la nave tur-
ca había valido la pena.
Robert de Sablé había tenido bajo sus órdenes a los galeotes ingle-
ses a bordo de la galera, y ahora pudo reunirse con el rey y los tem-
plarios en la cubierta de popa.
El monarca le contó la hazaña de Simon, y el Gran Maestro sumó
sus felicitaciones a las de los admirados caballeros que se habían con-
gregado en torno al joven héroe.
Para Simon de Cre~y, aquél iba a ser un día de suerte.
Mientras la luz diurna se desvanecía rápidamente por poniente,
la flota inglesa llegaba frente a Tierra Santa. Corazón de León no tenia
intención de tratar de entrar en la bahía de Acre antes de las prime-
ras luces del amanecer.
A bordo de las naves inglesas, las respectivas tripulaciones, y otro culto ritual
caballeresco,
iba adquiriendo rápidamente existencia
en especial los remeros, dormian como sí estuvieran muertos, exhaus.
tos a causa de la prolongada persecución y el combate contra el
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carguero turco.
Su valiosa carga de pertrechos y máquinas de sitio yacía en el fon-
do del Mediterráneo, casi a un tiro de arco de las murallas de Acre.
El efecto de contemplar cómo la nave salvadora, con los refuer-
zos que tanto necesitaban y las vitales provisiones, se hundía tan cer-
ca de su destino, fue desmoralizador para los aguerridos defensores
de Acre.
Con las primeras luces, otro golpe funesto fue descargado sobre
ellos. La flota inglesa, con sesenta naves y llevando a diez mil cruza-
dos ansiosos, entró en la bahía y echó anclas, apenas fuera del alcan-
ce de las catapultas de la guarnición.
-iPor fin! -exclamó el rey Ricardo, y se hincó de rodillas para
dar gracias a Dios por su feliz llegada a Tierra Santa.
-Bendice ésta nuestra tercera Cruzada, oh, Señor, y recibe nues-
tro humilde agradecimiento por habernos librado de las tormentas
marinas y la traición de los hombres.
»Como prenda de nuestra fe y gratitud, acepta el hundimiento
de esta nave de paganos y de toda su carga de material de guerra
contra esta tu Santa Cruzada, como un pequeño sacrificio a tu gloria.
Non no bis Domine, sed in tui nomine debe gloriam.
Simon se sorprendió al oir cómo Corazón de León usaba la
invocación de los templarios para concluir su plegaria de acción
de gracias.
Belami, en cambio, conocía perfectamente la íntima alianza del
rey Ricardo con los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de
Jerusalén.
El Culto de los Trovadores y los Magos Templarios de la Cruz
tenían intereses comunes. Ambas organizaciones se dedicaban a influir
sobre el futuro mediante la fuerza de voluntad de sus grupos.
La Orden Militar llevaba a cabo su propio plan maestro, bajo la
capa de su dedicación a las Cruzadas, con el fin de reconquistar Tierra
Santa y la Vera Cruz. El rey Ricardo y los liovadores se vallan de la capa
de su reputación como poetas/cantores de la historia romántica pal*
cubrir su carácter mágico auténtico. Y en Europa, los Minnensingers,
con intenciones similares.
En el caso de Ricardo Corazón de León, la iniciación a la magia
la había recibido por conducto de su madre, la reina Eleanor, cuyos
métodos de manipulación de la energía se hallaban profundamente
enraizados en una religión mucho más antigua que el cristianismo.
Eleanor, que había jugado un papel instrumental en los inicios de la
fundación del ritual de la Orden de la Jarretera, por Enrique
Plantagenet, ejerció una enorme influencia en su época, y aun en su
actual edad avanzada había elegido a la esposa de su hijo, la prince-
sa Berengaria, y la había llevado personalmente a Sicilia para asegu-
rarse de que se produjera aquella importante union.
La reina Berengaria, cuya serena belleza enmascaraba estoi-
camente las dificultades del matrimonio con el impulsivo Ricardo
Plantagenet, no era sólo la herramienta de una alianza política. Por
méritos propios era una sabia practicante de la antigua Magia de
la Tierra. Asimismo seguía la verdadera senda de la bendita Virgen
en su aspecto de la Gran Isis, la Madre-Tierra, al igual como su
mentora, Eleanor.
Años más tarde, la reina Berengaria dedicaría su vida, después de
la muerte de su esposo, a la fundación de varias órdenes de las Virgenes
Vestales, bajo la guisa de ser severas hermanas de conventos dedicados
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a la contemplación. Sobre todo, entendia el poder de la voluntad huma-
na cuando se expresa por medio de oraciones en grupo. Las Virgenes
Vestales de Isis, o Astarté, y las Esposas de Cristo eran una y la misma
cosa para la reina Berengaria, Suma Sacerdotisa de la antigua religión.
Para ella, la Madre-Tierra, con cualquier otro nombre, era aún la mis-
ma fuerza primaria en la Magia de la Tierra de nuestro mundo.
Belami, a raíz de su fiel servicio a las órdenes de Odó de Saint
Amand, Gran Maestro de los templarios, y su larga experiencia en
Tierra Santa, había adquirido más que un conocimiento superfi-
cial de lo que ocurría en el más estricto secreto dentro de las casas
capitulares de la Orden.
Algo de lo que Simon estaba asimilando a través de un sendero
del gnosticismo, Belami lo había llegado a comprender a lo largo de
sus años de experiencia entre los gnósticos. El veterano poseía el cono-
cimiento de un iniciado.
Ahora, por fin, Ricardo de Inglaterra ponía los pies en Tierra
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