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Pero los genios no aparecen a menudo.
El hombre descendió del tractor, cogió la lata de aceite vacía y la llevó al
banco. Su brazo vendado estaba negro a causa del polvo del suelo. De debajo
del banco cogió una lata de cinco galones, la destapó y empezó a quitarse el
vendaje. El agudo olor de la gasolina llenó el olfato de Rogers.
- Estaba preguntándome cómo era que habían adquirido una total
seguridad. No puedo imaginar medio alguno de conseguirlo.
Dejó caer el vendaje en la gasolina. Hundiendo ambos brazos en ella, lavó
el vendaje y lo colgó de un clavo para que se secase.
- Sería usted vigilado muy atentamente, desde luego. Y probablemente
sería mantenido bajo guardia.
- Eso no me importaría. No me importaría que sus hombres estuvieran en
torno mío todo el tiempo.
Del fondo de la lata de gasolina sacó una taza de estaño y se regó el
brazo, haciéndolo girar y retorciéndolo para tener la seguridad de que
quedaban limpias todas las partes sucias. De un estante tomó un cepillo de
pelos finos y rígidos y empezó a frotarse el brazo con metódico cuidado,
siguiendo una evidentemente vieja rutina. Rogers lo observó, preguntándose
una vez más qué clase de cerebro funcionaba detrás de aquella máscara, que
no era ni colérica, ni amarga, ni triunfante.
- Pero no puedo hacerlo - dijo el hombre tomando una lata de aceite para
comenzar a lubrificarse el brazo.
- ¿Por qué?
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Rogers tuvo la sensación de haber visto vacilar la compostura del hombre.
Este se encogió de hombros incómodamente.
- No me es posible llevar a cabo ya esa tarea. El vendaje estaba seco, y se
arrolló de nuevo el brazo. Evitó los ojos de Rogers.
- ¿De qué está usted avergonzado? - preguntó Rogers.
El hombre se acercó al tractor, como si allí se sintiera más seguro.
- ¿Qué es lo que ocurre, Martino?
El hombre puso el brazo izquierdo sobre el morro del tractor Y quedó
mirando a través de las puertas abiertas del granero.
- Aquí llevo una vida muy buena. Trabajo mis tierras y procuro que se
encuentren en forma. Lo he arreglado todo. Supongo que sabe usted cómo
estaba cuando vine aquí. He tenido que hacer mucho trabajo. He tenido que
reconstruirlo todo, Diez años más y ofrecerá la forma que yo deseo.
- Para entonces estará muerto.
- Lo sé. Pero no me importa. He pensado ello. La cuestión es... - Su mano
dio un ligero golpe al morro del tractor -. La cuestión es que necesito de
trabajar. Una granja, todo lo de una granja, se halla siempre en el límite de lo
que se desarrolla y lo que se pudre. Trabajas las tierras, produce cosechas, y
al hacer eso desgastas las tierras. Tienes que fertilizarla, irrigarla, abonarla con
cal, pero la tierra no sabe eso. Tienes que devolverle lo que le arrebatas. Los
cercados se pudren, construyes fundamentos que se desmoronan, las lluvias
vienen y las pinturas se desconchan, las cosechas son destrozadas por el
granizo y comienzan a pudrirse, de manera que es preciso trabajar de firme,
cada día, todos los días, y solo para poder vivir un poco mejor que antes. Uno
se levanta por la mañana y tiene que reparar todo lo que ha quedado destruido
durante la noche. No se puede hacer otra cosa. No puedes pensar en otra
cosa. Y ahora ustedes desean que vuelva a trabajar de nuevo en el K-Ochenta
y ocho.
De repente su mano golpeó con fuerza el tractor y el ruido del metal formó
ecos en el granero. Su voz fue un apagado susurro.
- No soy un físico. Soy un granjero. ¡Ya no puedo realizar ese trabajo!
Rogers respiró hondamente.
- De acuerdo. Iré y se lo diré así a ellos.
El hombre se mostró sereno otra vez.
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- ¿Qué va a hacer después de eso? ¿Van a seguir sus hombres
vigilándome?
Rogers asintió con la cabeza.
- Tiene que ser así, hasta que lo hayan bajado a la tumba. Lo siento.
El hombre se encogió de hombros.
- Me he acostumbrado. Y en cuanto a las personas que me vigilan, no
tengo nada que pueda hacerles daño.
«No, pensó Rogers, ahora es ya inofensivo. Y yo no voy a cesar de
vigilarle. Me pregunto si no voy a acabar viviendo en una granja camino abajo.»
¿O es simplemente, que no se atreve a correr el riesgo de reanudar el
proyecto K-Ochenta y ocho? ¿O se arriesgará a ello, después de todo,
sabiendo que allí no habrá nadie que pueda decirnos que nos engaña?»
La boca de Rogers se retorció. Una vez más, una vez más por milésima
vez, formulaba la vieja pregunta. Algo bullía en su sangre y se estremeció.
«Seré un anciano, pensó, y siempre creeré que lo sé, pero nunca obtendré una
respuesta.»
- Martino - barbotó -. ¿Es usted Martino?
El hombre movió la cabeza, y el metal resplandeció con un apagado nimbo
bajo su película de aceite. Durante un momento no dijo nada, mientras su
cabeza se movía de un lado a otro como si estuviese mirando algo perdido.
Después su mano se aferró con fuerza al tractor, y los hombros se le
hundieron. Por un instante en su voz hubo profundidad, como si hubiese
recordado algo difícil que hubiera hecho en su juventud.
- No.
CAPITULO XIV
Anastas Azarín elevó el vaso de té templado, con el dedo índice oprimió la
cucharilla contra el costado y bebió sin detenerse hasta que el vaso estuvo
vacío. Lo dejó en uno de los círculos de viejas manchas que había en el
extremo de la mesa, y la cucharilla tintineó. Su ordenanza penetró desde la
oficina exterior, tomó el vaso, volvió a llenarlo y lo dejó donde pudiese cogerlo
con facilidad. Azarín movió brevemente la cabeza. El ordenanza dio un
taconazo, dio media vuelta y abandonó la habitación.
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Azarín le observó irse, con una mueca de regocijo en una de las comisuras
de la boca, mueca que arrugó toda su cara antes de desvanecerse tan
bruscamente como había aparecido. Durante ese breve momento se había
transformado: su cara había sido abierta, franca y amistosa. Pero cuando sus
rasgos se suavizaron de nuevo, se borró en ellos toda huella del campesino
Azarín. Fue posible ver que Azarín se había enseñado a ser durante los años
de su ascenso a través del sistema: impersonal, eficaz, inexpresivo como un
leño.
Se inclinó para leer el informe semanal sobre la situación en el sector, y su
dedo índice sucio de nicotina siguió las palabras, mientras sus labios
murmuraban inaudiblemente.
Sabía que se reían de él a causa de su vicio samovar tan pasado de moda.
Pero el ordenanza sabía a su vez lo que le sucedería si el vaso quedaba
alguna vez vacío. Sabía que bromeaban a causa de la forma en que, leía, pero
sabían lo que les sucedería si encontraba errores en su informes.
Anastas Azarín no se había graduado nunca en sus academias. No había
escrito nunca en sus pizarras ni había llenado sus cuadernos de notas.
Mientras ellos le sacaban brillo a los pantalones de sus uniformes en los
bancos de las clases, él trabajaba en compañía de su padre, manejando un
hacha y arrastrando los grandes troncos de árboles, a través del sombrío
bosque. Mientras ellos hacían sus exámenes de servicio civil, él vigilaba a las
cuadrillas de trabajadores, en la taiga. Mientras ellos se inclinaban sobre sus
pupitres, él se encontraba en Manchuria, comiendo un mal arroz con los
hombrecillos amarillos. Mientras ellos pasaban las veladas en casa de sus
esposas, leyendo los periódicos y pensando en el ascenso, él se hallaba en un
hospital, muriendo de tifus.
Y ahora tenía mesa despacho de su propiedad, y una oficina de su
propiedad, y un ordenanza de mejillas sonrosadas y ojos grandes que le traía
té y daba taconazos. No eran ellos quienes podían bromear, sino él. Era él
quien podía reír, y no ellos. Ellos no eran nada, y él era comandante de Sector:
Anastas Azarín, coronel del servicio secreto soviético. ¡Gospodin Polkovnik
Azarín, por favor!. Se inclinó sobre sus informes, murmurando. Nada nuevo.
Como de costumbre, los aliados mantenían muy vigilado su sector. Allí estaba
Martino, científico americano. ¿Qué hacía en su habitación?
Heywood, el americano, no podía decirlo. Desde su puesto en el Gobierno
de las Naciones Aliadas, Heywood, había conseguido organizar las cosas en
forma tal que el laboratorio de Martino quedara instalado cerca del sector de
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