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Pesadilla y de la lo-cura. Encima de él había una enorme cosa negra, que él sabía que no había nacido
en un mundo humano. Tenía los negros colmillos de la cosa cerca de su garganta, y la mirada de sus
ojos amarillos le quemó las extremidades como un viento mor-tífero quema la mies en el campo.
Su rostro abominable trascendía la mera animalidad. Podía tratarse del rostro de una momia antigua y
maligna, animada con demoníaca vida. En aquellos rasgos repelentes, los ojos desorbitados del
proscrito creían ver una especie de sombra en medio de la locura que lo rodeaba, una cierta similitud
terrible con el esclavo Toth-Amon. Entonces, la filosofía cínica y auto-suficiente de Ascalante lo
abandonó, y murió con un grito ate-rrador antes de que los babeantes colmillos lo tocaran. Conan,
limpiándose la sangre que le cubría la cara, miraba atónito. Al principio pensó que lo que había sobre
el cuerpo re-torcido de Ascalante era un enorme sabueso negro, pero luego se dio cuenta de que no se
trataba de un perro sino de un mono.
Con un aullido que parecía el eco del grito de agonía de Ascalante, se alejó de la pared y se enfrentó a
la cosa con un golpe de hacha en el que se había concentrado toda la fuerza deses-perada de sus
electrizados nervios. El arma que había arrojado brilló desde el cráneo que habría tenido que
destrozar, y el rey fue arrojado a través de la habitación por el impacto del gigan-tesco cuerpo.
Las mandíbulas babeantes se cerraron sobre el brazo con el que Conan se protegía la garganta, pero el
monstruo no hizo nin-gún esfuerzo por matarlo. Lanzó una mirada demoníaca por en-cima de su
brazo destrozado y la clavó en los ojos de Conan, en los que comenzaban a reflejarse el horror que se
expresaba en los ojos muertos de Ascalante. Conan sintió que el alma le ardía y comenzaba a salirse de
su cuerpo para hundirse en los abismos . amarillos del horror cósmico que brillaban con
fantasmagórico resplandor en el caos informe que crecía a su alrededor. Aque-llos ojos crecían y
crecían, y Conan vislumbró en ellos la reali-dad de todos los horrores abismales y blasfemos que
acechan en la oscuridad exterior del vacío informe, y de los negros abismos siderales. Abrió su boca
manchada de sangre para gritar su odio y su repugnancia, mas de los labios sólo le surgió un
chasquido.
Pero el horror que había paralizado y destruido a Ascalante inflamó al cimmerio con una terrible furia
similar a la locura. Con un impulso volcánico de todo su cuerpo, saltó hacia atrás, indiferente al dolor
que sentía en el brazo destrozado, arrastran-do al monstruo. Y su mano fue a dar con algo que su
aturdido cerebro reconoció como la empu adura de su espada rota. La aferró instintivamente y la
empu ó con todas sus fuerzas, como si se hubiera tratado de una daga. La hoja rota se hundió
pro-fundamente, y el brazo de Conan quedó libre cuando la repe-lente boca se abrió en un último
suspiro de agonía. El rey fue arrojado a un lado, y, apoyándose en una mano, vio las terribles
convulsiones del monstruo, de cuyas heridas brotaba sangre es-pesa. Y mientras todavía le observaba,
sus movimientos cesaron y se quedó tendido en el suelo, sacudiéndose con espasmos, al tiempo que
miraba hacia arriba con sus ojos muertos. Conan parpadeó y se limpió la sangre de la cara. Le parecía
que la cosa se derretía y se desintegraba, convirtiéndose en una masa visco-sa e informe.
Entonces llegó a sus oídos una confusión de voces, y la habitación se llenó de gente del palacio -
caballeros, nobles, da-mas, hombres de armas, consejeros- que balbucían, gritaban y chocaban unos
con otros. Allí estaban los Dragones Negros, en-loquecidos de ira, maldiciendo, con las manos en las
empu a-duras y juramentos en los labios. No se veía al joven oficial de la guardia por ningún lado, a
pesar de que lo buscaron afanosa-mente.
-¡Gromel! ¡Volmana! ¡Rinaldo! -exclamaba Publius, el con-sejero jefe, metiendo sus manos
regordetas entre los cadáve-res-. ¡Negra traición! ¡Alguien ha de pagar por esto! Llamad a los
guardias.
-¡La guardia está aquí, viejo estúpido! -dijo imperiosamente Palántides, el comandante de los
Dragones Negros, olvidando el rango de Publius en aquel tenso momento-. Será mejor que de-jes de
chillar y nos ayudes a vendar las heridas del rey. Da la im-presión de que va a morir desangrado.
-¡Sí, sí! -gritó Publius, que era un hombre de ideas más que de acción-. Debemos vendarle las heridas.
¡Manda a buscar a to-dos los médicos de la corte! ¡Oh, mi se or, qué vergüenza para la ciudad! ¿Estás
completamente muerto?
-¡Cerdo! -dijo el rey desde el lecho en el que lo habían co-locado.
Le acercaron una copa a los labios manchados de sangre y bebió como un hombre medio muerto de
sed.
-¡Bien! -dijo con un gru ido-. Matar reseca la garganta. Los hombres consiguieron detener la
hemorragia, y la vitali-dad innata del bárbaro se puso de manifiesto una vez más.
-Curad primero las heridas del costado -dijo a los médicos de la corte-. Rinaldo me escribió una
canción de muerte allí, y la pluma estaba muy afilada.
-Deberíamos haberlo ahorcado hace tiempo -farfulló Pu-blius-. No se puede esperar nada bueno de
los poetas... ¿quién es éste?
Tocó con nerviosismo el cadáver de Ascalante con el pie.
-¡Por Mitra! -exclamó el comandante-. ¡Es Ascalante, el con-de de Thune! ¿Qué diablos lo trajo aquí
desde el desierto?
-Pero ¿por qué tiene esa expresión en el rostro? -preguntó Publius con un susurro, alejándose, con los
ojos desorbitados y erizado el cabello. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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