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ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.
Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se
estudiaron mutuamente y Rob notó que aquel tenía la cara hinchada y la boca
estropeada.
¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? susurró.
El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.
Esta Alá dijo finalmente; tampoco a el se le entendía fácilmente porque tenía el
labio partido.
Pero ¿aquí no hay nadie?
¿Eres forastero, Dhimmi?
Si.
El hombre descargó todo su odio en Rob.
Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.
Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El
atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no
sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.
Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.
Esta el sha, judío extranjero dijo.
Rob esperó.
Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shan6ah. Hoy es Panj
Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de
intentar una perfecta limpieza del alma antes del Joma, el sábado, el sha Ala al
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Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono
en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.
Rob no logró contener un atisbo de esperanza.
¿Cualquiera?
Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al
sha.
¡No, no lo hagas! gritó una voz. en la oscuridad. Rob no pudo distinguir de que
carcán salía el sonido.
Quítatelo de la cabeza prosiguió la voz desconocida .
Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs
esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por
lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin
duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe
en Alá y no en el sha El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo
hubieran descubierto gastando una broma pesada.
No existe ninguna esperanza dijo la voz desde la oscuridad.
El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos.
Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:
Si, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.
No volvieron a hablar.
Tras veinticuatro horas en el carcán, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero
cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a
circular por sus músculos.
Vamos dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.
Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor
velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro
en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en
el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte
del hedor carcelario.
Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.
Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de
un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro.
El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió
la bolsa, descubrió que en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante
meses, solo contenía una pequeña moneda de bronce.
Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber
si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de
bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por
algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una
pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; trago
demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol
y el carcán. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle
polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía
una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí
permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero
debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.
La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas
en la misma dirección.
¿A dónde van? preguntó al vendedor.
A la audiencia del sha contestó el hombre, mirando con desconfianza al judí9
harapiento hasta que se alejó.
"¿Por que no? , se preguntó. ¿Acaso tenía otra opción?
Se sumó a la marea que bajaba por la avenida de Alí y Fátima, cruzó las cuatro vías
de la avenida de los Mil Jardines, y torció hacía el inmaculado bulevar que llevaba por
nombre Puertas del Paraíso Había jóvenes y viejos, gentes de edades intermedias,
hadjis de turbante blanco, estudiantes tocados con sus turbantes verdes, mullahs,
pordioseros con el cuerpo entero y mutilados con harapos y turbantes de desecho de
todos los colores, padres jóvenes con sus bebés, sirvientes que llevaban sillas de
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mano, hombres a caballo y a lomo de burro. Rob se encontró siguiendo los pasos a un
corro de judíos de caftanes oscuros, y cojeó tras ellos como un ganso errante.
Atravesaron la breve frescura de un bosque artificial los árboles no abundaban en
Ispahán y luego, aunque estaban adentrados en los muros de la ciudad, pasaron
junto a numerosos campos en los que pastaban ovejas y cabras, separando la realeza
de sus súbditos. Se acercaban a una gran extensión verde con dos columnas de piedra
en sus extremos, a la manera de portales. Cuando apareció el primer edificio de la
corte real, Rob creyó que se trataba del palacio, porque era más grande que el del rey,
en Londres.
Pero se trataba de viviendas, a las que sucedieron otras del mismo tamaño, en su
mayoría de ladrillo y piedra, muchas con torres y porches, todas con terrazas e
inmensos jardines. Pasaron viñedos, establos y dos pistas de carreras, huertos y
pabellones ajardinados de tal belleza que se sintió tentado a separarse de la
muchedumbre y deambular por aquel perfumado esplendor, pero no le cabía la menor
duda de que estaba prohibido.
Y después divisó una estructura tan formidable y al mismo tiempo tan
arrebatadoramente graciosa, que no dio crédito a sus propios ojos: tejados en forma de
pechos y almenas doradas entre las que se paseaban centinelas de yelmos y escudos
relucientes, bajo largos pendones variopintos que ondeaban en la brisa.
Tironeó de la manga del que iba delante, un judío rechoncho cuya camiseta orlada
asomaba por la camisa.
¿Qué es esa fortaleza?
¡La Casa del Paraíso, residencia del sha! El hombre lo observó con mirada de
preocupación . Estas ensangrentado, amigo.
No es nada; solo un pequeño accidente.
Se volcaron por el largo camino de acceso; a medida que se acercaban, Rob notó que
un ancho foso protegía el sector principal del palacio. El puente estaba levantado, pero
en este lado del foso, junto a una plaza que hacía las veces de gran portal del palacio,
había una sala por cuyas puertas entró la multitud.
El recinto ocupaba aproximadamente la mitad del espacio cubierto de la catedral de la
Santa Sofía de Constantinopla. El suelo era de mármol, y las paredes y los altísimos
techos de piedra, con ingeniosas hendijas para que la luz del sol iluminara
tenuemente el interior. Se llamaba Sala de Columnas, porque junto a las cuatro
paredes se alzaban columnas de piedra elegantemente talladas y acanaladas. La base
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