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Bonis había desaparecido; poco después hablaba con Mochi en un gabinete cercano. Nepomuceno y
Körner acompañaban a Emma y a Marta, todos sentados en una de las primeras filas, que siempre
quedaban, en casos tales, para las señoras que venían tarde; porque las que, para su vergüenza, llegaban
temprano, se iban colocando en lo más escondido y apartado, huyendo, como del diablo, de la proximidad
del espectáculo, como si fuese tomar en él parte el tenerlo muy cerca. No faltaba señora que confundía
a los cantantes con los prestidigitadores que en el mismo Casino había visto maniobrar, y no quería que
le quemasen el pañuelo, ni aun en broma, ni que le adivinasen la carta que tenía en el pensamiento.
Emma no había visto nunca tan de cerca a la Gorgheggi, en la que pensaba tanto de algún tiempo a
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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aquella parte. La admiraba, como a su pesar; la tenía por una perdida a la alta escuela... y esto mismo la
atraía, a pesar de ciertos asomos de envidia con que iba mezclada la admiración. Ahora que la tenía a
cuatro pasos, y le podía ver los brazos desnudos, y el talle apretado, y la pechuga, entre velas de
esperma, todo al aire; ahora que podía apreciar sus facciones y sus gestos, y hasta algo oía de su voz,
que parecía que aun hablando cantaba, ahora Emma, con el pensamiento, la desnudaba más todavía, y le
medía el cuerpo, y le escudriñaba el alma; quería apreciar por la proporción cómo tendría de gruesas y
bien formadas las extremidades invisibles y otras partes de su cuerpo. Por lo que veía, era muy blanca, y
debía de seguir siéndolo; no, no eran polvos de arroz; era blancura sana, cutis inglés, una verdadera
frescura y una hermosura a prueba de tijeras. Decían que la voz decaía, pero lo que es la lozanía del
cuerpo era bien briosa y bien sólida; no había allí asomos de decadencia. «¡Lo que habría gozado aquella
mujer! ¿Qué les diría a sus queridos?» Emma se acordó del secreto de sus extrañas expansiones
matrimoniales de aquellos últimos tiempos, de aquel secreto amor material, que le tenía a ratos, allá de
noche, entre sueños y pesadillas, a su bobalicón de Bonis (vergüenza que ni a Marta se atrevía a confesarle).
¿Les diría a los amantes aquella guapísima picarona lo que ella le decía a Bonis? Emma se acordó -por
primera vez pensó en ello-, de que tales frases disparatadas ella no las sabía tiempo atrás, de que era
Bonis mismo el que se las había hecho aprender en aquellas locuras de que jamás hablaban los dos
después que amanecía. ¿Sería aquello mismo lo que les decía la cómica a sus queridos? ¿Sería Bonis uno
de tantos? ¿Sería verdad lo que había llegado a sus oídos y lo que ella había sacado por conjeturas?
¡Parecía imposible! Siendo Bonis tan majadero, y no disponiendo de un cuarto, ¿cómo le habría querido,
ni siquiera por broma, aquella señorona, quiere decirse, aquella pájara tan señorona, que parecía una
reina? Y sin embargo... podía ser. Había indicios. Y ¡cosa rara! ella no sentía celos; sentía un orgullo
raro, pero muy grande, así como si a su marido le hubieran mandado un gran cordón azul o verde del
emperador de la China; o como si Bonis fuese hermano suyo y se hubiera casado con una princesa rusa...
no, no era así; era otra cosa... muy especial. De repente se acordó de las teorías de la alemana que tenía
al lado, de aquello de que el matrimonio era convencional y los celos y el honor convencionales, cosas
que habían inventado los hombres para organizar lo que ellos llamaban la sociedad y el Estado. Si quería
ser una mujer superior, y sí quería, porque era muy divertido, tenía que renunciar a las vulgaridades de
las damas de su pueblo. En Madrid, en París, en Berlín, las grandes señoras sabían que sus maridos
respectivos tenían queridas y no les tiraban los platos a la cabeza por eso; lo que hacían era tener
queridos también. Pero Bonis, el bobalicón de Bonis, ¿se había atrevido, sin su permiso... y saliendo de
casa a deshora por lo visto, y...? no, lo que es esto, es claro que había de pagarlo, es claro, fuese verdad
o no; eso era harina de otro costal, y no había alma superior que valiera; Bonis no era alma superior, y
tenía que salirle al pellejo la picardía... y eso que tenía gracia. No, y bien mirado, ¿por qué no había de
querer aquella perdida a Bonis... en cuanto buen mozo, y rendido, y sano, y servicial? ¿No le había
querido ella también? ¿Sería más una cómica que ella... que iba haciéndose una mujer superior? Sí, y
bien superior: mirándolo bien, lo había sido toda la vida; lo era sin saberlo; antes de que Marta hubiese
parecido por su casa, ya ella tenía el prurito de no enfadarse por lo que se enfadan los demás, y había
discurrido aquello de no alborotar ni enfurecerse cuando los demás quisieran ni por lo que los demás lo
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