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regalaba flores. Tampoco prestó atención al joven policía de tráfico que detuvo los coches
en la intersección de la Tercera y Sixty-nineth Street, con un toque de silbato, para
permitirle cruzar. El policía también estaba comprometido y reconoció la expresión
soñadora del joven porque la había visto a menudo en su propio espejo, al afeitarse. Y no se
fijó en las dos adolescentes que se cruzaron con él, en dirección contraria, y que en seguida
se cogieron de la mano y soltaron unas risitas.
En Seventy-third Street se detuvo y dobló a la derecha. Esa calle era un poco más
oscura, y estaba flanqueada por casas de piedra arenisca y restaurantes con nombres
italianos, situados en los subsuelos. Tres manzanas más adelante se desarrollaba un partido
de béisbol, en medio de la penumbra creciente. El joven no llegó tan lejos: en la mitad de la
manzana se internó por un callejón angosto.
Ya habían salido las estrellas, que titilaban tenuemente, y el callejón era oscuro y
sombrío, y estaba bordeado por las vagas siluetas de los cubos de basura. Ahora el joven
estaba solo, o mejor dicho no, no totalmente. De la penumbra rosada brotó un maullido
ululante y el joven frunció el ceño. Era el canto de amor de un gato macho, y eso sí que no
tenía nada de bello.
Caminó más lentamente y consultó su reloj. Eran las ocho y cuarto y Norma no tardaría
en...
Entonces la vio. Había salido de un patio y marchaba hacia él, vestida con pantalones
deportivos de color oscuro y con una blusa marinera que le oprimió el corazón. Siempre era
una sorpresa verla por primera vez, siempre era una dulce conmoción..., parecía tan/overa.
La sonrisa del muchacho se iluminó, se hizo radiante, y apresuró el paso.
 ¡Norma!  exclamó.
Ella levantó la vista y sonrió..., pero cuando estuvieron más cerca el uno del otro la
sonrisa se desdibujó.
La sonrisa de él también se estremeció un poco y experimentó una inquietud pasajera.
De pronto el rostro pareció borroso, encima de la blusa, marinera. Oscurecía..., ¿acaso se
había equivocado? Claro que no. Ésa era Norma.
 Te he traído flores  exclamó con una sensación de dichoso alivio, y le tendió el
ramo.
Ella lo miró un momento, sonrió... Y se lo devolvió.
 Gracias, pero te equivocas  dijo la chica . Yo me llamo...
 Norma...  susurró él, y extrajo el martillo de mango corto del bolsillo de la
americana, donde había estado oculto hasta ese momento . Son para ti, Norma... siempre
fueron para ti... todas para ti.
Ella retrocedió, con el rostro transformado en una mancha redonda y blanca, con la boca
abierta en una O negra de terror, y dejó de ser Norma. Norma estaba muerta, hacía diez
años que estaba muerta, pero no importaba porque iba a gritar y él descargó el martillo para
cortar el grito, para matar el grito, y cuando descargó el martillo el ramo de flores se le cayó
de la mano, y el envoltorio se rompió y dejó escapar su contenido, esparciendo rosas té
rojas y blancas y amarillas junto a los cubos de basura abollados donde los gatos copulaban
extravagantemente en la oscuridad, lanzando chillidos de amor, chillidos, chillidos.
Descargó el martillo y ella no chilló, pero podría haber chillado porque no era Norma,
ninguna de ellas era Norma, y descargó el martillo, descargó el martillo, descargó el
martillo. No era Norma de modo que descargó el martillo, como ya lo había hecho cinco
veces anteriormente.
Quién sabe cuánto tiempo después volvió a deslizar el martillo en el bolsillo interior de
su americana y retrocedió, alejándose de la sombra oscura tumbada sobre los adoquines de
las rosas té desparramadas junto a los cubos de basura. Dio media vuelta y salió del callejón
angosto. Ahora la oscuridad era total. Los jugadores de béisbol habían desaparecido en sus
casas. Si su traje estaba salpicado de sangre las manchas no se verían, no en la oscuridad,
no en la plácida oscuridad primaveral, y el nombre de ella no era Norma pero sí sabía cómo
se llamaba él. Se llamaba... se llamaba...
Amor.
Él se llamaba amor, y caminaba por esas calles oscuras porque Norma lo aguardaba. Y
la encontraría. Pronto.
Empezó a sonreír. Echó a caminar con brío por Seventy-third Street. Un matrimonio
maduro que estaba sentado en la escalinata de su casa lo vio pasar, con la cabeza erguida
perdida en lontananza, un atisbo de sonrisa en los labios. Cuando terminó de pasar, la mujer
preguntó:
 ¿Por qué tú ya no tienes ese aspecto?
 ¿Eh?
 Nada  dijo la mujer, pero miró cómo el joven del traje gris desaparecía en las
tinieblas de la noche y pensó que sólo el amor de los jóvenes era más bello que la pri-
mavera.
UN TRAGO DE DESPEDIDA
Eran las diez y cuarto y Herb Tooklander ya se disponía a cerrar por esa noche cuando el
hombre del abrigo elegante y las facciones blancas, desencajadas, irrumpió en el «Tookey's
Bar» que está en la parte norte de Falmouth. Era el 10 de enero, o sea aproximadamente la
época en que la mayoría de las personas aprenden a coexistir cómodamente con las
resoluciones de Año Nuevo que no han cumplido, y en la calle soplaba un cierzo de mil
demonios. Antes de que oscureciera habían caído quince centímetros de nieve, y después la
nevada había seguido siendo copiosa y espesa. Habíamos visto pasar dos veces a Billy
Larribee montado en lo alto de la cabina del quitanieves del Ayuntamiento, y la segunda
vez Too-key le llevó una cerveza. Mi madre habría dicho que ése era un acto de pura
misericordia, y Dios sabe que en su tiempo ella trasegó abundantes cervezas de las que ven-
día Tookey. Billy le informó que conseguían mantener despejada la carretera principal,
pero que las comarcales estaban bloqueadas y probablemente seguirían estándolo hasta la
mañana siguiente. La radio de Portland pronosticaba otros treinta centímetros y un viento
de sesenta kilómetros por hora que levantaría barreras con la nieve.
Tookey y yo estábamos solos en el bar, oyendo cómo el viento aullaba en los aleros y
mirando cómo las llamas danzaban en la chimenea.
 Toma un trago de despedida  dijo Tookey . Voy a cerrar.
Sirvió un vaso para mí y otro para él y fue entonces cuando se abrió la puerta y el
desconocido entró tambaleándose, con los hombros y el pelo cubiertos de nieve, como si se
hubiera revolcado en azúcar de repostería. El viento lanzó en pos de él una ráfaga de nieve
fina como arena.
 ¡Cierre la puerta!  le gritó Tookey . ¿Acaso ha nacido en un establo?
Nunca había visto a un hombre que pareciera tan despavorido. Parecía un caballo que
hubiera pasado toda la tarde comiendo ortigas. Sus ojos giraron en las órbitas en dirección a
Tookey y exclamó:
 Mi esposa... mi hija...  y se desplomó en el suelo, desmayado.
 Santo cielo  murmuró Tookey . Cierra la puerta, Booth, ¿quieres? [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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